Pajaritos

Existe, en la ciudad de Granada, el barrio Pajaritos, donde cada calle – además de estar vestida de naranjos – lleva el nombre de un ave. Dicen quienes recuerdan desde el primer momento, que la ciudad entera es una invitación a volar y que es desde el alto de la colina – justo al lado de las cuevas – en donde se inicia el recorrido. Los más reacios, en tanto, afirman que el ya mencionado barrio logra transmitir en cada calle la sensación de un volar diferente. Nadie que haya caminado por las cuadras de Alondra podrá olvidar, al horizonte, tan claro atardecer, y mucho menos las dulces melodías que lo acompañaron. Lo mismo sucede pocos metros hacia el este, donde se logra tener la sensación de haber sobrevolado toda la ciudad en un abrir y cerrar de ojos. Ya más cerca de sus límites está la calle Faisán, en la que resulta imposible caminar sin una sonrisa dibujada en el rostro. Paradójicamente esta calle desemboca en la estación de tren, lugar donde se producen todos los encuentros y se alcanza a ver, al menos, un abrazo cada día.

Resulta imposible imaginar Granada sin sus perspectivas, o sin el aire cálido que da planear entre sus curvas; por eso hay que saltar, lanzarse al paisaje y ser un ave más del barrio, ya que solo de esa forma podremos entender el vuelo como una forma distinta de amar.

Humedad

A veces – por no decir casi siempre – la extraño. Extraño su calor y sus burbujas de enigma; la forma en que me miraba y cómo acariciaba mis sueños. Extraño sus piernas y su hermosa lengua, que relamía en cada uno de mis pensamientos y los hacía brillar hasta el hartazgo. Recuerdo y no olvido su sexo, deseoso de libertad y cargado de historia, como mil empuñaduras en Playa Girón. Extraño las caricias virtuales, la imaginación obligada para no extrañarnos tanto, y la cerveza helada para acompañar a Conan Doyle. La humedad y el aprisionamiento, la improvisación en tiempos de rutina y el sonido amable de una historia familiar. Recorro vagamente cada esquina de mi neurosis, espero encontrar en ella algún sueño olvidado o los cimientos de un ansioso porvenir. Recuerdo y me deshago, me atraganto con mis propias palabras. Respiro y vuelvo al mar, me reconforta la corriente helada de los sentimientos. Extraño, una vez más, y recuerdo que no todo es ansiedad, que no todo es desapego, y vuelvo a olvidar.

Desencuentros

El atardecer ya había caído, mientras el olor fatigoso de la noche se asomaba por su puerta. Trabó todos los cerrojos y cerró las cortinas, asegurándose que no quede ninguna hendija posible por donde pueda colarse el sonido esquelético de la luna. Se sentó junto a la salamandra mientras destapaba, cuidadoso, una botella de vino, creyendo que esta vez iba a poder, por fin, sellar su encuentro con la muerte.